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Salvador

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     El pasado martes, en Argentina, fue día de feriado nacional. La razón, un nuevo aniversario de la ocupación de nuestras Islas Malvinas por fuerzas militares enviadas a tal efecto por el entonces gobierno de facto de las Fuerzas Armadas de la Nación que gobernaba el país en 1982. Ese acto supuestamente simbólico y patriótico, que se cuidó muy bien de no producir ni bajas ni heridos entre el destacamento británico residente en la Isla determinó, sin embargo, y luego de muchas idas y vueltas supuestamente diplomáticas, el comienzo, desarrollo y final de una guerra altísimamente desigual que duró setenta y cuatro días, entre las fuerzas conjuntas de la OTAN contra el pobrísimo oponente argentino compuesto, mayormente, por soldados conscriptos de no más de veinte años de edad con deprimente armamento y escasa o nula logística.

     Concluyó, el 14 de junio, como no podía ser de otro modo, salvo en las afiebradas mentes de esos hombres uniformados que, o bien creyeron que nadie se iba a tomar el trabajo a hacer un viaje tan largo para recuperar esos territorios, o bien actuaron de un modo dirigido a que eso sucediera y de ese modo avalara esa presencia en un sitio de tanta estrategia geográfica: con una derrota total, una rendición incondicional, una humillación obvia y una suerte de permiso definitivo para que esas tierras jamás vuelvan a ser parte del patrimonio que por simple cuestión geográfica debían ser. Los que tenemos edad para recordarlo en vivo y no por libros o películas, sabemos muy bien que, a diferencia de tantos países europeos que vivieron una guerra real y propia, los argentinos de aquella época simplemente fuimos espectadores de la mentira de los diarios y de la televisión, en tanto que los que peleaban y morían, eran un grupo de jóvenes provincianos con escasa o nula preparación de combate.

     Lo que dije en su momento en los medios de comunicación en los que trabajaba, fue lo que reiteraré hoy: hubo un grupo de muchachos argentinos que estuvieron allí, pelearon una guerra, vivieron la angustia, el terror, el frío y la incertidumbre de una batalla tan desigual y quedaron en el ya legendario cementerio de Darwin, o volvieron con marcas físicas y psicológicas que seguramente jamás habrán de cicatrizar. Hablar de ex combatientes, hoy, en Argentina, es hablar de gente que una parte de la población reconoce y aplaude, y otra parte insólitamente critica, esconde y margina, como si fueran ellos los culpables de una derrota de los altos mandos. Sigue siendo el drama de los que vivieron una guerra, contra los que la miraron por televisión que, para colmo, como ya es marca registrada en mi país, fue y sigue siendo una televisión mentirosa.

     Entre esos combatientes, hubo jóvenes creyentes. Me tocó conocer de cerca a uno de ellos. Tenía veinte años cuando fue enviado allá, sin saber ni siquiera lo que significaba una guerra, vivió muchos días en un pozo de zorro, (Así los llamaban), bajo bombardeos constantes. Pasó frío, hambre y necesidades de toda clase y volvió porque la que por entonces era su congregación, jamás lo bajó de la oración intercesora, (También de guerra, pero en este caso espiritual), y declaró y decretó que regresaría aun cuando las posibilidades eran muy escasas. Las bombas cayeron por toda la isla, pero curiosamente respetaron ese pozo donde ese muchacho, cuyo nombre de pila es tremendamente simbólico, (Se llama Salvador), acurrucado y confiando en lo único que podía confiar, simplemente sobrevivió porque el Padre celestial lo cuidó.

     Hoy, creo que es pastor de una iglesia. No sé si espiritualmente está en la vanguardia o sobreviviendo, como tantas iglesias evangélicas sobreviven y como él mismo sobrevivió allá, hace ya tantos años, y casi que no interesa. Lo que sí importa y mucho es que, cuando Dios quiere que alguien viva algo fuerte, es porque luego tendrá algo fuerte para darle. Y lo más fuerte que el evangelio tiene hoy para los creyentes, es prepararlos para otra clase de guerra. Una guerra que todavía muchos cristianos nominales evaden, desconocen o sencillamente ridiculizan, pero que los genuinos que conforman el remanente santo, salen cada día a pelear con las mismas posibilidades que tenía Salvador en aquel pozo de zorro, y si saben confiar como debemos confiar, tal vez con las mismas posibilidades de salir ilesos como tuvo Él, sólo que en este caso, a diferencia del otro, en victoria. Dicho de otro modo: Más que Vencedores.

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abril 4, 2019 Néstor Martínez