Tiempo de la Dispersión

(Deuteronomio 4: 27)= Y Jehová os esparcirá entre los pueblos, y quedaréis pocos en número entre las naciones a las cuales os llevará Jehová.

Literalmente siempre se ha entendido a esto como al diseminado de judíos en todas las naciones. Sin embargo, hay en este texto un concepto claro de remanente, de algo que queda. Y, esencialmente, cuando dice que quedarán pocos, cosa que todos sabemos, en lo literal, no es así.

(28) Y serviréis allí a dioses hechos de manos de hombres, de madera y piedra, que no ven, ni oyen, ni comen, ni huelen.

Aquí también el literalismo ha hecho su propia interpretación, que naturalmente no es incoherente, respecto a la instalación de parte del pueblo judío en naciones cristianas (dominadas por el catolicismo romano) o sencillamente musulmanas.

Sin embargo, tampoco resultará incoherente interpretar este texto a la luz de lo que venimos viendo en el Espíritu. En ese caso, los dioses ajenos ya no serían las estatuas clásicas y antiguas, sino todo lo que hoy es idolatría práctica en el pueblo de Dios, hasta llegar a nuestros propios ministerios. Ídolo es todo aquello que ponemos delante de Dios en importancia y prioridad.

(29 Mas si desde allí buscares a Jehová tu Dios, lo hallarás, si lo buscares de todo tu corazón y de toda tu alma.

Cuando hoy se oyen tantas quejas de cristianos respecto a que aparentemente Dios no los está oyendo y sus vidas no funcionan correctamente, habría que recalar una vez más en el contenido básico, espiritual y profundo de este pasaje.

Porque aquí Deuteronomio añade mucho a nuestro conocimiento de lo que es estar consagrado a Dios con todo nuestro corazón y toda nuestra alma. Hace énfasis en la necesidad de una entrega completa y llama a su pueblo a seguirlo con todas sus fuerzas.

A ver: aunque el pueblo del pacto, literal o espiritualmente, sea esparcido entre las naciones, Dios promete que volverán. La consumación final de esta profecía ocurrirá en la Nueva Jerusalén, donde no solamente los judíos, sino todos los pueblos adorarán a Dios.

(30) Cuando estuvieres en angustia, (Hoy ya hay mucha gente en angustia) y te alcanzaren todas estas cosas, (Ya te están alcanzando, ¿Las estás viendo?) si en los postreros días (Los de la caída de Babilonia la Gran Ramera) te volvieres a Jehová tu Dios, y oyeres su voz; (No las voces babilónicas que dicen representarlo, sino SU voz), (31) porque Dios misericordioso es Jehová tu Dios; no te dejará (No te dejará, hermano) ni te destruirá (Aprende: si oyes su voz no serás destruido junto a Babilonia), ni se olvidará del pacto que les juró a tus padres.

Hay un texto referente a esta misma situación en el segundo libro de Crónicas 30:9. Allí podemos leer: Porque si os volviereis a Jehová, vuestros hermanos y vuestros hijos hallarán misericordia delante de los que los tienen cautivos, y volverán a esta tierra; porque Jehová vuestro Dios es clemente y misericordioso, y no apartará de vosotros su rostro, si vosotros os volviereis a él.

Es indudable que estamos hablando de las mismas cosas. Porque aquí se añade que aquellos que Dios va a rescatar están cautivos. Y esto tiene una significación especial que habrá que indagar. El cautiverio dentro del pueblo de Dios tiene su propia historia lineal y cronológica.

Dios, frecuentemente, castigaba los pecados de los judíos mediante servidumbre o cautividades. Sin embargo, la cautividad de la cual Moisés les libró deberá considerarse como un medio providencial para demostrarles el valor de la libertad y el poder de Jehová en su redención de la esclavitud egipcia.

 En tiempo de los jueces hubo seis subyugaciones del pueblo israelita. Pero las cautividades o expatriaciones más notables fueron bajo los reyes. Una parte de las tribus del reino del norte fue deportada por Tiglat-pileser en el año 740 a.C..

Las tribus al este del Jordán, con elementos de Neftalí y Zabulón, fueron los primeros en sufrir. Veinte años después Salmanasar llevó el resto de Israel, colocándolo en varias ciudades asirias, probablemente cerca del mar Caspio, siendo su propia tierra poblada con colonos persas y babilónicos.

 No hay evidencia de que haya vuelto alguna de las diez tribus a Palestina. A Judá se le reconocen tres cautividades: (a) Bajo Joacim, en el año 606 a.C., cuando Daniel y sus compañeros fueron deportados a Babilonia. (b) En el año 598 a.C., cuando Nabucodonosor deportó más de 3.000 judíos. (c) Bajo Sedecías, el último rey de Judá, cuando Jerusalén fue destruida y todos los tesoros llevados a Babilonia, unos 132 años después de la deportación de las diez tribus.

Los 70 años de la cautividad babilónica probablemente deben contarse desde el principio de la primera cautividad en el año 606 a.C.. Durante estos 70 años los judíos fueron tratados con benevolencia, más bien como colonos que como cautivos.

Se les permitía decidir casos judiciales según sus propias leyes. Varios de ellos, como Daniel, Ester y Nehemías, ocuparon altos puestos en el gobierno. A la vez el idioma y las costumbres de los judíos sufrieron cambios notables durante su larga permanencia en el extranjero.

Durante este período quedaron completamente curados de la idolatría, desarrollaron un celo excesivo por la guarda del sábado y empezaron a dar una gran importancia a las tradiciones de los rabinos, entre los cuales se destacaban los fariseos.

La última cautividad y total dispersión de los judíos entre los gentiles se verificó con la toma de Jerusalén por el general romano Tito. Durante el sitio pereció, según Josefo, más de un millón del pueblo.

En cuanto a los cautivos propiamente dichos, antiguamente, los tomados en guerra, se veían como merecedores de la pena de muerte, y, por consiguiente, de cualquier tratamiento menos terrible que esta pena.

Se les ponía el pie sobre el cuello en prueba de sujeción abyecta, lo cual ilustra lo que dice el libro de los Salmos. Eran vendidos para la esclavitud, como José. Eran mutilados como Sansón, Adonías o Sedequías.

Eran despojados de todos sus vestidos y llevados en tropel como trofeo del triunfo del vencedor. Se escogían grandes cantidades de ellos, midiéndolos a menudo con cordel, y los mataban. Esto se hacía a veces con premeditada crueldad.

Las condiciones del cautiverio eran tan terribles que a veces se vendía como esclavos a todo un pueblo, o se le deportaba. Los romanos solían atar un cautivo vivo a un cadáver, y lo dejaban que así, ligado a él, pereciera, práctica que puede ilustrar la exclamación del apóstol: “¡Miserable hombre de mí!; ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?”

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enero 1, 2015 Néstor Martínez