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La Iglesia y el Cáncer

HECTOR SPACCAROTELLA

Río Gallegos – República Argentina       

tiempodevocional@hotmail.com

 

Isaías 53:4 y 5 Ciertamente El llevó nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores; con todo, nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y afligido.

Mas Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre El, y por sus heridas hemos sido sanados.

Hace tiempo que quería darme el permiso de escribir sobre otro de los temas sobre los que mucho no se habla en la Iglesia: la actitud de la fe frente al cáncer y frente al paciente oncológico. Y no solamente preguntándonos cómo tenemos que reaccionar frente al enfermo, sino además cómo debe actuar la iglesia para prevenir el cáncer.

¿Me explico?

El cáncer puede prevenirse en un 85% de los casos (según la ciencia. Personalmente creo que hasta en el 95% de los casos).

¿Puede ayudar la iglesia en esta tarea preventiva? Estoy seguro que sí.

¿Y aliviar el sufrimiento de alguien que ya contrajo la enfermedad? También.

¿Y ayudar a sanarse a un paciente enfermo? No tengo dudas.

Algo que puede afirmarse como concreto es que a partir de comienzos del siglo XX ha aumentado sensible y progresivamente la cantidad de personas que padecen esta enfermedad.  Y esta cifra ha ido creciendo.

¿Por qué a partir del siglo XX?

Creo que hay muchas causas:

El aumento del consumo del tabaco y además procesado con otras substancias químicas adictivas y cancerígenas.

La era nuclear, las explosiones atómicas producto de bombas estalladas con fines bélicos o experimentales y los accidentes en las usinas, mucho más contaminantes que las detonadas en Hiroshima o Nagasaki.

La industrialización de los alimentos. Para que duren más en las góndolas se les agregó conservantes y químicos. También se los refinó para que sean más atractivos a los ojos y más tentadores a quien va a comprarlos (por ejemplo harina de trigo blanca en lugar de integral, que el hombre comió durante milenios o azucar blanca en lugar de marrón, que es el color natural al ser extraída de la caña de azucar)

La alteración genética de los alimentos. Al alterar los genes mejoran la productividad y el rendimiento de vegetales y animales pero alteran su valor alimenticio y generan enfermedades. Veía en un documental por ejemplo, que han desarrollado un maíz transgénico que ya contiene en su genética los insecticidas que matan a las plagas. Si un insecto intenta comerlo muere. ¿Será inocuo para el ser humano?

La contaminación del aire a partir de gases de derivados del petróleo y otros químicos en la atmósfera.

La corrupción del agua dulce debida a los desechos químicos y cloacales en ríos y lagos. También la que circula en los lechos acuíferos subterráneos, producto por ejemplo de la contaminación por la extracción petrolera o minera.

Estos son solamente ejemplos entre muchos otros factores determinantes.

Tampoco podemos descuidar aquellos disparadores de enfermedades oncológicas no orgánicos, como la depresión, los traumas familiares, la soledad, etc. Todos males del alma que se vieron sensiblemente incrementados en este siglo.

Lo cierto es que a esta etapa de la historia del hombre perfectamente se la podría identificar por la aparición masiva de enfermedades que antes eran consideradas “raras”, como la diabetes o el cáncer.

Uno aprende que no hay enfermedades sino enfermos. De modo que no puede hablarse de soluciones masivas o únicas sino que hablar de salud y enfermedad es atender a cada persona individualmente, y hay tantas posibilidades de ayuda como pacientes.

Como iglesia de Cristo somos portadores de un mensaje de sanación, de una esperanza, de una puerta que se abre frente a la enfermedad.

La Resurrección de Cristo es la llave que abre esa puerta, porque es la victoria de la vida sobre la muerte.

Pero es también la herramienta que tenemos que usar para asistir al enfermo sufriente.

Pasar al enfermo por la Cruz es también ser sensible a su necesidad, contribuir a aliviar el dolor del cuerpo y también del alma.

Pienso en los sufrientes. Entre otros:

Aquel que es víctima de una medicina que se olvida del paciente y ve solamente la enfermedad. Pongo un ejemplo: hace unos días apareció un aviso en el diario anunciando que una señora del barrio San Benito (uno de los más humildes de esta ciudad donde vivo) estaba organizando una feria de ropas para juntar el dinero necesario que le permitiera viajar para ser atendida por médicos en Buenos Aires. Dice el anuncio que esta mujer hace 20 años que está siendo atendida en la localidad sin encontrar alivio. Esta mujer tiene trabajo y su obra social, pero no consiguió que los médicos la deriven, por lo que viajará por sus propios y escasos medios.

Aquel que está hospitalizado pero no tiene familiares que lo apoyen y lo acompañen.

Los que son usados para experimentar nuevas drogas, que muchas veces no tienen suficientes pruebas de que realmente alivien y no traigan mayores complicaciones.

Y aquellos que tienen la capacidad económica que les permite acceder a la mejor medicina del mundo, y se dan cuenta que habiendo hecho todo lo que la ciencia puede hacer, no es suficiente para mejorar las condiciones de salud.

Vos y yo estamos para ayudarlos, para ponernos en su piel, para acompañarlos, para llevarles esperanza, para ofrecerles salvación.

Gritos, gritos que muchas veces no salen por la boca de mujeres y de hombres, pero que están allí, a las puertas de nuestros oídos espirituales. Gritos de la soledad, del abandono, de la pérdida de voluntad de seguir, de la desesperanza, del miedo al final.

El desafío de la nueva evangelización pasa, en gran me­dida, por la asunción de estos nuevos gritos de «abandono».

Tenemos que ser vos y yo como Iglesia, parte del equipo de quienes hacen una op­ción por los pobres en lo material y por los pobres del alma, por sus modos elementales de recuperar la sa­lud, a veces sin excelencia científica o espiritual.

Aprendí que no hay sanación real y completa sin salvación. Y que la sanación del cuerpo o del alma involucra muchas veces un proceso de liberación de maldiciones espirituales que vienen arrastrándose de generación en generación destruyendo y solo destruyendo.

Creo que tanto desde el sistema médico como desde el religioso, durante mucho tiempo hemos vivido una fe cristiana sin resurrección. Esta fe se queda en el Cristo sufriente, cuya experiencia de vida termina en la cruz.

No hay resurrección y entonces no hay esperanza, convirtiéndose como decía Pablo, en una fe vacía y sin sentido.

Una fe que acompaña al enfermo en su proceso pero que no lo desafía al cambio de dirección, al proceso de conversión de cuerpo, alma y espíritu que termina desencadenando en la liberación, en la salvación y en la sanidad.

Este cristianismo sin resurrección nos limita a una visión corta, a una vida que termina con la muerte del cuerpo, a una creencia en un Cielo que parece de cuento de hadas, del país de la fantasía.

Siglos de ver las cosas así, nos han enseñado a desesperarnos y luchar contra la enfermedad y contra la muerte. Nos han enseñado a vivenciarlas como enemigos contra los que debemos revelarnos y a los que debemos combatir con todas nuestras fuerzas.

Me sorprende la visión del doctor Leonardo Belderrain. Además de ser médico, es experto en bioética y sacerdote católico. Él dice que hay iglesias que mantienen una postura conservadora e intransigente, que iden­tifica las experiencias de los milagros y de la sanación del cuerpo únicamente como parte de lo que vivían las primeras comunidades cristianas, en la época de Jesús y de los apóstoles.

La teología de estas denominaciones anuncia desde el púlpito que lo que debe hacer un buen cristiano no es orar buscando milagros especiales o que pone en juego las emociones y sentimientos de quienes se encuentran afectados por las enfermedades sino que aconsejan el orar por los enfermos con la intención de que hallen consuelo. En esta pri­mera posición, podrían ubicarse a ojos de este médico y religioso, las gran­des Iglesias tradicio­nales: bautistas, metodistas, reformadas, y algunos movimientos tradicionales católicos, como el Opus Dei.

En estas comunidades no es común que la gente ore buscando milagros por parte de Dios, criticándolos como asociados al curanderismo y a la magia.

Otra postura espiritual es la que podemos encontrar en movimientos de renovación carismática o en iglesias pentecostales, que se caracterizan por la creencia de que el Espíritu Santo está actuando especialmente en este tiempo de la historia del hombre, derramando de su unción y trayendo la posibilidad de obtener alivio y sanación a enfermedades físicas.

No sé dónde estás parado tú que lees o escuchás estas palabras. No sé cuál es tu creencia al respecto.

Mi postura personal es que la enfermedad es una oportunidad de reflexión y aprendizaje, es un llamado de atención, una de las formas en que Dios nos llama a acercarnos a Él y encontrarnos en un modo más profundo con su Presencia infinita.

Y pienso que Jesús, el Resucitado, está vivo hoy aquí cerca de ti y cerca mío. Eso le da sentido a mi fe, eso me da esperanza.

Y si ese Jesús que relatan los Evangelios haciendo milagros increíbles de restauración de la salud sigue vivo hoy en día y como lo prometió, está aquí en medio de nosotros, hoy también puede restaurar tu salud o la mía. Puede hacer lo que los médicos no pueden.

Además, el Mesías claramente en el relato evangélico nos está pasando el manto, desafiándonos a que nosotros haremos cosas más grandes que las que sabemos que él operó en la vida terrenal, si somos sumisos a la condición de ser sus discípulos.

Y en sus propias palabras, antes de subir al Cielo abrió las puertas para que hoy tu y yo, Iglesia de Cristo, seamos herramientas útiles a su servicio para proveer a quienes lo necesiten, la puerta hacia la sanidad de su cuerpo, de su alma y de su espíritu.

Creo en lo profundo de mí ser que la enfermedad es una posibilidad para llegar a una transformación más profunda de las personas. Desde este punto de vista, la restauración de la salud no es un fin en sí mismo.

Y el proceso de encontrar una vida más saludable exige un radical cambio de perspectiva de vida, que se consigue con el esfuerzo de pacificarse con la propia historia, una búsqueda profunda de la Paz en todo el ser, y un profundo proceso de reconciliación con Dios y con los hombres como camino hacia la sanidad.

El encuentro profundo que estas actitudes de vida generan en la persona constituye un verdadero milagro divino, mucho más grande que si ante la imposición de manos un tumor canceroso se remite o desaparece.

Supongo que como digo siempre, hay quienes están de acuerdo y quienes no con mi postura espiritual. Pero me gusta hablar a partir de mi propia experiencia. Y en mi caso, cada proceso de enfermedad me acercó más a Dios y despertó en mí una clara necesidad de ponerme en paz con mi propia vida y con quienes me rodean.

Desde mi punto de vista, el cáncer no es el fin sino un camino hacia una oportunidad de vida. Aquello que aterrorizó al hombre del siglo XX y que sigue llenando de miedo y preocupación al del siglo XXI, se constituye hoy en un puente de comunicación hacia Dios. Una forma profunda de entender la Resurrección como el punto culminante y central de la fe.

Creo en un Dios de milagros, y creo que en este tiempo, el milagro más grande que puede hacer Dios con tu vida o con la mía es abrirnos la puerta hacia la Paz interior. Llegar a ella es tan transformador en el hombre que ya deja de tener importancia cuánto tiempo más estemos en esta vida.

El hombre, desde la medicina o desde la religión ha pretendido la omnipotencia de entender el misterio de la muerte y de la vida.

Y eso es limitar a un Dios infinito.

Eso es pretender ser dioses, y volver a caer en el pecado de Adán y de Eva.

No soy nada. No sé nada. No tengo nada.

Dios lo es todo. Y en su Amor, abre las puertas hacia mi felicidad.

Él decide cuál es el camino. En su sabiduría es posible que para mí, la enfermedad lo sea.

Bienvenida entonces, si me permite estar más cerca de su Presencia, y me da la oportunidad de encontrar en el camino de la sanidad del cuerpo, la sanación y salvación de mi alma.

1Juan 5: 9 al15 Si recibimos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios es mayor; porque éste es el testimonio de Dios que Él ha dado acerca de su Hijo.

El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso; porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo.

Y éste es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.

El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida.

Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios.

Y ésta es la confianza que tenemos en Él, que si pidiéremos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye.

Y si sabemos que Él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho.

 

HECTOR SPACCAROTELLA       

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febrero 3, 2016 Néstor Martínez