El aparente, (Nunca estamos seguros de esto), atentado terrorista ocurrido en Manhattan y que le costara la vida a ocho personas, entre ellas cinco oriundas de mi ciudad de residencia, Rosario, Argentina, nos vuelve a abrir como creyentes, esos profundos interrogantes que, cuando Dios hace o permite que sucedan cosas que nuestras minúsculas mentes carnales no terminan de entender, suelen envolvernos con esa clásica pregunta de todos los tiempos: ¿Por qué? Y si bien me enseñaron de muy nuevo en esto, que no debía jamás preguntarle a Dios por qué ocurría algo, sino para qué, tengo más que claro que, en este caso, ni falta que hace la pregunta.
Pese a vivir en la misma ciudad, no conozco a ninguno de esos muchachos, (Cuarenta a cuarenta y cinco años de edad promedio), ni tampoco a sus familias. No me tomaré el irresponsable atrevimiento de trazar líneas respecto a sus estados espirituales y todo eso con lo que, a veces, intentamos justificar lo que no entendemos. Pero la tremenda coincidencia del destino, (¿Destino?) de ir justamente a ese lugar, en ese día y ese momento, desde tan lejos, y sin formar parte de lo que esa clase de supuesto terrorismo ataca, nada más que a morir, golpea duramente y nos tiene que llevar a alguna clase de reflexión alejada de cualquier culpa o razón.
Las imágenes de los equipos de rescate terminando de llevarse los cuerpos, con la consecución alegre y despreocupada de una multitud celebrando el Halloween como si nada hubiera sucedido, me golpeó no solamente en los ojos de espectador interesado por una simple cuestión de nacionalidades, sino también la de creyente alejado de los místicos fantasmas sin base, pero bien cercano a guerras plagadas de maldad disfrazada de modas. ¿Podía esa gente celebrar algo de tan singular contenido, casi caminando por encima de cadáveres de gente inocente? Algo en mi interior me hizo sonar una alarma a la cual, las contadas veces que suena, he decidido prestarle atención.
No creo en las casualidades. No, desde que conocí a Cristo. Sé que las cosas suceden por alguna razón y causa. Y todas las coincidencias y casualidades que se produjeron alrededor de este evento siniestro, me deja a cada momento la certeza de que, más allá de lo publicado y hasta promocionado por los grandes medios, hay algo mucho más voluminoso, de neto corte espiritual, pero mucho, muchísimo más arriba de lo que conocemos, escondido detrás y adentro. Hoy, como profesional de la información que he sido, no puedo decir absolutamente nada más de lo que se sabe. Porque no tengo otra información y porque seguramente no habré de tenerla.
Pero como hijo del Dios viviente tengo la obligación de ir más allá, sin que ello signifique lanzarme de las alturas sin paracaídas o navegar a vela sin viento. Como argentino, (Y ahora también “rosarino”, tal el gentilicio ciudadano de este tiempo personal), lo primero que he hecho es orar por consuelo para esas familias y, esencialmente, para pedirle al Señor que saque a la luz lo global, lo internacional, lo local y lo personal. Porque cuando algo de estas características ocurre, lo mejor que podemos hacer los creyentes, es serenarnos y encontrar las razones espirituales encerradas en un hecho material tenebroso y oscuro. Y, si podemos, repetir la épica de la cruz, esto es: tornar una aparente maldición, en bendición. ¿Podremos?
