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La Extraña Historia de Dos Perros

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     Cuando digo a los más jóvenes que soy un cristiano de otra época, suelen mirarme con los mismos ojos que miramos las piezas en los museos. No me molesta ni me ofende, es la ley más natural de todas las leyes humanas: cuando eres joven, la vejez es algo que sólo les sucede a otros, que ya son viejos, por supuesto. ¿El futuro? ¡Quién piensa en el futuro! Aunque ese futuro traerá la misma historia, de la misma ley, con distintos y nuevos protagonistas, claro está.

     De todos modos, ser de esa otra época me lleva a recordar algunas enseñanzas recibidas en mis primeros años de creyente que, con una mano en el corazón, doy toda la gloria a Dios que no fuera factor de escape veloz de la iglesia y aterrizaje nuevamente en el mundo secular e incrédulo. Eso me confirma que, si bien los líderes o referentes pueden cometer errores más o menos conscientes, si el sujeto central está bien aferrado de la mano del Señor, no caerá porque Él lo sostendrá.

     Una de esas enseñanzas, (Tal vez la oíste en alguna ocasión), se brindaba con el ejemplo de dos perros grandes y hambrientos, que supuestamente moraban en nuestro interior. Un hermoso perro blanco, que era el que simbolizaba al bien, a Dios mismo, y un fiero perro negro, que representaba al mal y a Satanás mismo, con todos sus demonios.

     Y se nos explicaba que esos dos perros, como todos los verdaderos de su especie, necesitaban alimentarse para poder subsistir y cumplir con sus distintos roles. Que no podíamos evitar que eso sucediera, porque era parte de nuestra maduración y que, para evitar que las feroces peleas entre ellos nos hirieran, lo único que podíamos hacer, era alimentar adecuadamente al que decidiéramos apoyar y matar de inanición al otro.

     Esto es: leer la Biblia, orar con regularidad, asistir a todos los cultos de nuestra iglesia, obedecer al pastor, llevarnos bien con los hermanos y comportarnos adecuadamente, era el alimento que nutría al perro blanco, mientras que todo lo opuesto, sumado al chisme, la murmuración, la desobediencia y varios pecados similares, alimentaban al perro negro. En suma, -se nos aseguraba- ganaba la batalla por nuestras almas, el perro que estaba mejor alimentado.

     ¿Verdad que suena bonito? Te confieso que en ese tiempo a mí no me pareció malo ni por asomo, todo lo contrario. Y aún hoy puedo llegar a entender que aquellos maestros que se sumaron a esa enseñanza, lo hicieron con una tremenda predisposición positiva y sin otro fin que demostrar que debíamos llevar cierta clase de vida para poder ser más que vencedor.

     Sin embargo, una mañana, en una clase, se me ocurrió citarla como al pasar a esa enseñanza, y ahí mismo, un joven que no tendría más de veinte años de edad, y que había sido rescatado por el Señor de su adicción a las drogas, se puso de pie y me dijo: “Maestro, perdone si me equivoco porque soy muy nuevo, pero yo acepté a Cristo y Él vino a mi corazón y me sacó la droga, todos los demonios que me la entregaban y puso en su lugar a su Espíritu Santo. ¡Y jamás me dijo, cuando le hablo y me habla, que yo tenga perros de colores en mi interior!” (…)

   Y sí; imagino tu sonrisa. Puedo hasta discernir tu pensamiento. En un polvoriento camino de tierra que es sinónimo espiritual de carnalidad, en medio de la nebulosa de ese polvo, esa mañana vi desaparecer a un perro blanco y otro negro, mientras que el color rojo de la sangre de Jesús que nos lava, limpia y purifica de todo, muy parecido al de mi rostro en ese momento, dejaba al único morador posible en mi corazón y en el tuyo, y en el tuyo. Jesucristo. Todo lo demás, será guerra contra potestades y huestes de maldad, pero nunca contra carne y sangre, que es cómo podemos encuadrar a esas enseñanzas de manual teológico humano, tan alejadas del Espíritu del Padre Celestial.

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diciembre 9, 2017 Néstor Martínez