Epílogo

Ya está. Tengo la certeza que ha quedado mucho por decir. Tengo la seguridad que ha quedado, como se dice en mi patria, “mucha tela para cortar”. Pero de todos modos, la puerta ha quedado abierta y quizás seas tú mismo o tú misma a quien Dios elija para continuarlo. Porque de esto se ha hablado mucho, pero en la mayoría de las veces, “tocando de oído”, que es como decir: hablar por lo que dicen que es, pero no por lo que hemos visto y palpado. Es demasiado potente la fuerza de la tradición y nadie que no esté dispuesto a cambiar su mentalidad, podrá evadirla.

El hombre, genéricamente hablando, siente verdadero terror ante los cambios estructurales. Se ha pasado, en muchos casos, más de la mitad de su vida pensando y haciendo las cosas tal “como siempre se hicieron” y, advertir que debe cambiarlas, le sacude violentamente sus fibras más íntimas y sensibles y lo lleva, generalmente, a refugiarse en una pasividad que el imposibilita obrar con un espíritu pionero. Esto, desde ya, en el ámbito espiritual, es total y absolutamente contrapuesto a la Palabra de Dios, ya que la historia del evangelio, comenzando desde el propio Jesús, se nutre preponderantemente de gente que tuvo la fe y el coraje de arremeter contra las estructuras de las tradiciones, introduciendo la reforma de la propia palabra divina.

Plasmar todo esto que usted ha leído, no fue sencillo ni mucho menos gratificante. Es tanto lo que se ha dicho y escrito desde la óptica tradicional y casi hasta legalista en el área del matrimonio y esencialmente del divorcio, que todas esas cosas que por años se nos enseñaron como verdades irreductibles y absolutas no pueden menos que dejarnos la sensación, por momentos, de andar coqueteando con el pecado, con la blasfemia o con la herejía. De todos modos, contar con la certeza que Dios está abriendo puertas y, al mismo tiempo, sanando viejas heridas causadas a tantos y tantos hermanos con este tema, es lo único que produce una paz y una garantía que sobrepasa todo entendimiento y nos deja la seguridad de estar haciendo, de una vez por todas y ni más ni menos, lo que había que hacer.

No me caben dudas, porque ya hay comprobaciones y testimonios muy notorios que así lo confirman, que todo esto, seguramente y mayoritariamente, habrá consolidado matrimonios que parecían encaminados a la destrucción. Que también habrá colaborado para formalizar uniones bajo una óptica y un criterio muy diferente a los tradicionales. Habrá terminado con las esclavitudes crueles disfrazadas con pulidos barnices religiosos y, finalmente, traer paz a los corazones de aquellos que ya se habían convencido que nunca más la experimentarían, ya que eso era exactamente lo que le habían hecho creer –eso sí: “con mucho amor”- en sus congregaciones.

El próximo estudio, que ya mismo comenzará a tomar forma, estará dedicado a la que indudablemente y hoy por hoy, es la máxima estrella que el evangelio tiene en este tiempo en la tierra: La Iglesia. Y como usted ya me conoce, ya sabe en qué idioma hablo y con qué concepciones generales, ya tiene muy en claro que, cuando digo “iglesia”, no me estoy refiriendo en absoluto a su congregación local ni de la mía, sino que hablo de la única iglesia que Dios puede ver desde su sitial, desde su privilegiada posición. Una iglesia que no tiene otro “apellido” ni agregado que el original, “Iglesia del Señor”, y totalmente al margen de cualquier originalidad pensada y plasmada por grupos o denominaciones subyacentes.

Porque esos reemplazos, casi siempre pergeñados por nombres rimbombantes, superfluos y presuntuosos, aportados por gente nucleada en grupúsculos cimentados generalmente en la soberbia y el humanismo, han conseguido en muchos casos opacar el señorío del Cristo, causa fundamental de cualquier cosa que se auto denomine iglesia y deslizar la gloria a sectores que de ninguna manera la merecen, porque no fueron, ni son ni serán quienes puedan mover un músculo para rescatar a alguien de las garras del infierno y llevarlo al cielo. Gente que, incluso, hasta se ha adjudicado la potestad de nominar iglesias con el apellido de sus pastores. Verdaderamente, cuando hablamos, enseñamos y predicamos sobre la paciencia y la misericordia de Dios, no tenemos bien claro hasta qué punto es vital.

Con respecto a éste que termino de entregar en sus manos, mientras tanto, veré con agrado, interés y simpatía todo comentario o aporte que usted desee brindar a través de los correos electrónicos que figuran al pie, al mismo tiempo que cualquier testimonio digno de ser compartido a partir de estos temas que Dios brinda a través de uno de sus minúsculos instrumentos. Entonces, como en cada trabajo que de aquí fluye , estoy orando para que usted reciba la máxima bendición de Dios para su vida, la de todos sus seres queridos y, como he dicho antes: espero haber sido canal de bendición y no de otro resultado. En Cristo Jesús:

Comentarios o consultas a tiempodevictoria@yahoo.com.ar

enero 1, 2015 Néstor Martínez